GALERÍA JAVIER SILVA

ARTISTAS /Artists

Pausa, sueño, palidez

_ Julián Cruz

Desde el 20 de septiembre de 2024

 

 

Pausa, sueño, palidez.
Texto de Belén Zahera para la hoja de sala de la exposición

«Disfrutar sin la obligación de sorprender». Esta es, según creo, la consigna que vertebra la segunda exposición individual del pintor Julián Cruz (Valladolid, 1989) en la Galería Javier Silva. Admitamos, pues, de entrada, la aparente frivolidad de la propuesta, así como su franqueza. Pausa, Sueño, Palidez no aspira al lucimiento, ni a la relevancia, tampoco a la novedad. Su intención es satisfacer un capricho personal, recrearse en lo que yo llamaría el libre juego de las imágenes propias, aquellas que se arrastran de manera privada, a menudo involuntaria, y que inevitablemente condicionan la vida psíquica individual. Cabe entonces preguntarse qué interés tendría para el resto de nosotros un ejercicio así, tan liviano como ajeno. A modo de respuesta, sugiero que miremos el terreno de juego desde la perspectiva del conflicto y no del ensimismamiento. Pues lo que aquí acontece es, más bien, un placentero ajuste de cuentas entre diferentes formas de visualidad, cuyo objetivo consiste en saldar, desde la pintura, la deuda contraída con el cine. Una deuda, sin embargo, que no es exclusiva de Cruz, aunque así se presente, sino que nos pertenece a todos, siempre y cuando estemos dispuestos a reconocer que el cine es, con seguridad, el mayor depredador psíquico de nuestro tiempo.  

Así, tras la presunta superficialidad de esa declaración inicial, tres pequeñas subversiones se dan cita en esta muestra, y de ahí proviene su valor crítico y su interés objetivo. En primer lugar, se trata de resucitar una cuestión que tendemos a considerar superada, aunque no por ello esté resuelta. Me refiero a la pregunta por la especificidad del medio o por los límites entre las artes, en este caso, la pintura y el cine, la pausa y el despliegue de la acción. En una época en la que el Arte se interpreta como una entidad sustantiva y el mestizaje disciplinar se ha convertido en norma, volver a interrogarse sobre las restricciones de cada lenguaje supone poco menos que un desacato digno de atención. En segundo lugar, la propuesta toma como punto de partida la derrota asegurada ante el poder de las imágenes cinematográficas. No es común posicionarse de este modo, aceptar abiertamente esta intuición, toda vez que el consenso acostumbra a ver a los artistas como aquellos que dominan las imágenes, en lugar de someterse a ellas. El cine se erige aquí como la tecnología vampírica por excelencia, el desencadenante de una verdadera adicción imaginal, capaz de inducirnos al sueño de la razón, a la despersonalización y a la proliferación descontrolada del deseo. Por último, estamos ante una exposición de pintura que elige para sí un soporte endeble, el papel, y un medio expresivo menor, de baja intensidad, por así decir, como es el cartel cinematográfico. Bien es cierto que esta decisión es una especie de disfraz, pues lo que aquí se presenta debe leerse exclusivamente en clave pictórica, alejado del lenguaje del diseño, la ilustración o la publicidad. No obstante, el cartel retiene en este contexto parte de su esencia, concretamente su palidez o debilidad frente a otros medios artísticos. Como si en esta dialéctica intermedial tanto el cine como la pintura necesitaran enfrentarse en un campo de batalla neutro, impropio, que les permitiera también desnaturalizarse de algún modo, ponerse en suspenso o perder, momentáneamente, su tonalidad habitual.  

Pausa, sueño, palidez podría interpretarse entonces como una fructífera polémica entre lenguajes, aunque sin perder de vista un vínculo obvio, a saber, que el sentido de esta triada terminológica no es otro que la reivindicación de una suerte de parálisis, y que esta constituye, posiblemente, la única estrategia cabal para abordar de manera crítica el inconsciente contemporáneo.  

***  



Como sabemos, la discusión acerca de los límites de las artes es una constante en la historia, que tiende a apostar por la convergencia o la divergencia entre ellas según el clima ideológico o el interés gremial de cada época. El famoso tópico horaciano sobre la equivalencia entre pintura y poesía, los esfuerzos de la plástica renacentista y barroca por recuperar tal preceptiva y ganar así su carácter liberal, la crítica ilustrada que Lessing lanzará a la misma, la insistencia greenbergiana en la especificidad y pureza de cada medio expresivo, la posterior permeabilidad que Deleuze observará entre las artes tradicionales, el cine e incluso la filosofía, o la defensa posmoderna de la hibridación como correctivo pluralista a la modernidad – esquema dominante hoy día – son tan solo algunas de las manifestaciones de esta oscilación histórica. Aunque quizá no sea posible aportar algo verdaderamente novedoso a estas posturas, sí creo que el simple hecho de que esta exposición reabra el debate – en relación a la esencia de la pintura y del cine – es un síntoma de lucidez. Por un lado, responde a una actitud racionalista interesada en hallar los conceptos claros y distintos. Por otro lado, desacraliza la idea metafísica de Arte, reivindicando, en su lugar, una pluralidad de artes definidas por tecnologías, criterios y limitaciones irreductibles entre sí – es preciso señalar, en este sentido, que Cruz nunca se ha definido como artista, sino como pintor –. En cualquier caso, no se trata de negar ciertas conexiones entre las diferentes categorías artísticas, sino de señalar también sus necesarias desconexiones, sobre todo en una industria cada vez más homogeneizada y dominada, deliberadamente, por conceptos oscuros y confusos.  

Decía Cruz que lo que le interesaba de la imagen pictórica era su naturaleza detenida y silenciosa, pues esta cuestión obligaba al pintor a introducir en ella todo lo necesario, especialmente aquello que en el cine, o en otras artes, bien podría permanecer fuera del marco o acontecer más tarde, sin dejar por ello de ser perceptible. En efecto, la pintura concentra el espacio y el tiempo, el cine los dispersa – lo cual es otra forma de invocar a Lessing, cuando afirmaba que la pintura presenta lo coexistente, mientras que la poesía expone lo sucesivo y temporal –. Personalmente, lo que me interesa de esa dinámica dentro/fuera, tal y como la expone Cruz, es que reafirma de manera refinada mi propia concepción de la pintura, que quizá sea algo vulgar, pero apropiada en este caso. Para mí, la imagen pictórica, independientemente de su grado de narratividad o figuración, es una forma de destripe (o de spoiler, para los anglófilos), pues ella misma anticipa y contiene todos los detalles de una trama, de un modo de hacer o de un desarrollo conceptual – y aquí poco importa que hablemos de un cuadro de Rubens, de los experimentos constructivistas o de los drippings de Pollock –. Sospecho que esta misma intuición fue la que empujó a Lessing a insistir en que la pintura no debía mostrar el punto álgido de una historia, pues, de ser así, la imaginación se quedaría sin recursos. Ahora bien, en sí mismo, el destripe no anula la acción imaginaria, ni impide encontrar nuevos matices a posteriori, según la erudición de cada ojo o el tiempo de contemplación; sencillamente nos advierte que, ante un cuadro, siempre tendremos que conformarnos con lo que está ya ahí. La pintura ofrece una pausa sin espera, pues lo esencial se nos ha revelado de antemano. Querer asimilarlo, disfrutarlo o descifrarlo depende tan solo de nosotros, de nuestra voluntad o de nuestro tiempo, pero no de lo que adviene.  



El cine, sin embargo, se caracteriza por lo contrario. Su afán consiste en generar expectativa, en articular un horizonte de espera que no conocemos plenamente, del que no somos los únicos dueños y cuyo tiempo no es solo nuestro. En cualquier situación, aguardar significa entregarse al dictamen de lo que vendrá, aceptar cierto grado de sumisión a cambio de una experiencia por llegar. Del mismo modo que los sueños y las drogas, el cine no solo nos arrastra a otro lugar, sino que penetra en nuestra psique, desposeyéndonos parcialmente de nuestra conciencia y de nuestras certezas mundanas. Como ya observó Deleuze, a diferencia de la pintura, el triunfo del cine fue lograr que todo pudiera convertirse en imagen, otorgar un eidos incluso a las formas más alejadas de la experiencia empírica espacio-temporal, lo cual siempre da como resultado una transformación profunda de nuestros hábitos euclidianos y de nuestra subjetividad. La promesa del cine, sobre la que también se funda cualquier esperanza o adicción, radica en el deseo de que algo (nos) suceda.  

Ahora bien, como cualquier otra tecnología, el cine también puede enajenarse, extenderse sin control o renunciar a ejercer una subordinación temporal. Hace más de veinte años, el crítico marxista Jonathan Beller expuso una teoría polémica, cuya validez, al menos en algunos aspectos, se ha demostrado con creces, especialmente si tenemos en cuenta la actual complejidad del mundo digital y la saturación del régimen visual. La idea central de Beller era que el inconsciente habría surgido del cine (y de sus medios derivados); que nuestra psique no tendría una existencia previa a la interacción cinematográfica, sino que sería un producto suyo. Por supuesto, el concepto de cine no se reduce aquí a la industria audiovisual o a la gran pantalla. Más bien, este constituye un dispositivo o principio global para la reorganización de la sociedad y del sujeto, que operaría a través de la cinematización de lo visual, de la transformación de la percepción y de la expropiación de la atención. En otras palabras, el cine sería, en sí mismo, un refinamiento del modo de producción capitalista, en el cual los medios actúan como fábricas ubicuas donde los espectadores trabajan sin saberlo (Cinematic Mode of Production). Es así que, según Beller, desde hace tiempo, «mirar es trabajar» (to look is to labour), lo cual es otra forma de decir que la producción del capital se ha desplazado al interior de nuestra realidad somática, al cuerpo o al sistema nervioso, que los sentidos y la sensibilidad generan valor sobre la imagen-mercancía y que el nuevo modelo de negocio reside en la explotación constante del imaginario. En efecto, si las tecnologías fílmicas han podido convertirse en una maquinaria que extrae valor de la psique, más allá de los límites físicos y de las horas laborables, es precisamente porque son más competentes que otras a la hora de circular, de requisar nuestra atención consciente y de dilatar la espera de novedad o dopamina. Hasta donde sé, nunca nadie ha ingresado en un programa de desintoxicación por contemplar imágenes pictóricas, mientras que, hoy día, las consultas están llenas de adictos a la voluta infinita de TikTok. Es más, incluso la imagen fija digital está siendo reemplazada, inexorablemente, por el dinamismo de las stories y los reels, un señuelo perfecto para el desinformado productor de plusvalía ávido de entretenimiento.  



Si aceptamos que el inconsciente contemporáneo es el resultado de una cinematización deliberada de la visualidad, la intuición de Cruz acerca de una psique vampirizada por el cine resulta todavía más acertada. No solo porque esta cuestión implique un sometimiento inevitable a sus imágenes o al capitalismo visual, sino porque tal subordinación pasa necesariamente por una pérdida parcial de consciencia, para la cual, por parafrasear la máxima materialista, todo lo real es ahora (material) audiovisual o, al menos, puede convertirse en ello. Así, trabajamos sin saberlo, del mismo modo que vivimos en una ensoñación ajena a nuestra escala, carente de pausas y silencios. Paradójicamente, a pesar de que la maquinaria del cine nos explote y aliene, siempre nos sentiremos en deuda. Al fin y al cabo, a ella le debemos gran parte de lo que somos, gran parte de esa parcela mental en la que reside nuestro imaginario más íntimo, nuestras pulsiones y automatismos.  

Si es preciso ajustar cuentas con el cine, como creo que hace Cruz en esta exposición, la única salida posible es romper la lógica de la expectativa, arrestar o poner en huelga al imaginario cinemático con las armas de la pintura. En este sentido, diría que la elección del cartel es más que justa. Aquí, su uso detiene la cadencia del fotograma a la vez que incorpora, irónicamente, la estética del anuncio o de la promesa. Se impone, de este modo, un silencio que satiriza la espera y la esperanza.  

De manera coherente, la selección de las veinte películas responde a una cuestión más afectiva que cerebral. El criterio no se apoya en la calidad objetiva de las mismas, sino en un ejercicio de introspección. Como el mismo Cruz reconoce, se trata de invocar aquellas que con más frecuencia le asaltan, las que más persisten en su memoria a modo de infección. En el cartel, lugar intermedio, menor y desnaturalizado, todo este inconsciente personal queda sometido al lenguaje pictórico. Me interesa, en especial, el hecho de que Cruz sacrifique deliberadamente el mensaje por la atmósfera. En realidad, me parece un modo sutil de atrapar al cine con pintura o de destriparlo con elegancia. Lo atmosférico siempre es algo que desborda el frame, que se extiende con sigilo y constituye el aire del filme, sin necesidad de involucrarse en la urgencia de la acción. El ambiente, diríamos, está siempre ahí, abrazándonos. Por eso, en las pinturas de Cruz, las formas a menudo se derriten entre ellas, se envuelven en el fondo o se confunden con este. La falta de claridad es el correlato pictórico de lo atmosférico cinematográfico, pero también de la envoltura emocional. Ejecutada a través del color, de los barridos y difuminados, esta indefinición concentra en un plano lo esencial de cada una de las películas y traduce cromáticamente la neblina sensible que de ellas se desprende. De tal modo que, en esta cartelera atípica, no encontraremos reclamos, sino una constelación de influencias inconscientes – miedos, recuerdos, deseos y reflexiones – que buscan el modo de objetivarse para hacerse comprensibles o, cuanto menos, pensables. Y ya sabemos, desde hace tiempo, que los caprichos y los vicios también pueden ser objeto de pintura.  

Pausa, Sueño, Palidez es, al mismo tiempo, una venganza pictórica y un homenaje al influjo afectivo del cine, lo cual es siempre una actitud distintiva de quien respeta el valor de su adversario. A la apresurada inflación icónica de nuestro tiempo, Cruz responde atenuando el soporte, ralentizando la narcosis y rescatando imágenes de un acervo ya existente – siendo esto último algo común en su práctica –. Me parece una manera astuta, quizá la única, de recuperar cierto sosiego y algo de tiempo frente a la promiscuidad de la significación. También es una forma humilde de ejercer la crítica sin recurrir a la pomposidad vacía a la que estamos acostumbrados. Que no se inquiete el espectador: aquí, mirar no es trabajar y nada de lo que hay tiene intención de sorprender.  

Belén Zahera    


Referencias:
Beller, J. (2003). The cinematic mode of production: towards a political economy of the postmodern. Culture, Theory and Critique, 44(1), 91-106. https://doi.org/10.1080/1473578032000110486
Deleuze, G. (1987). La imagen-tiempo. Estudios sobre cine 2. Paidós.
Lessing, G.E. (2014). Laocoonte o sobre los límites de la pintura y la poesía. Herder.      

 

 

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